Los albores de la modificación artificial del clima

1891

El 16 de Julio de 1891, Louis Gathmann, ciudadano estadounidense residente en Chicago, Illinois, se presentó en la Oficina de Patentes para solicitar una patente por la invención de un método para producir lluvia.

Gathmann había llegado a la conclusión de que, de todos los gases altamente comprimidos capaces de generar evaporación súbita y rápida en las regiones superiores de la atmósfera, el gas licuado de ácido carbónico resultaba el más eficiente. Este proceso -refiere el autor- permite inducir la condensación de la humedad atmosférica, y por lo tanto generar precipitación.

La propuesta de Gathmann consistía en colocar el gas en un recipiente adecuado, que contendría un explosivo – pólvora, dinamita, etc. – para ser lanzado o disparado en las regiones superiores de la atmósfera. Un globo produciría la elevación, mientras que la explosión podría ser controlada mediante corriente eléctrica desde tierra.

Gathmann obtuvo su patente el 10 de noviembre de 1891 (número US462795A). No era, sin embargo, el primer caballero decimonónico en medirse en las lides de la modificación artificial del clima. James Pollard Espy (9 de mayo de 1785 – 24 de enero de 1860), llamado «El Rey de la Tormenta», fue un meteorólogo estadounidense, estudioso de la formación y el curso de las tormentas, que propuso quemar bosques en la costa oeste de EE. UU. para aumentar las precipitaciones en la costa este. Espy desarrolló una teoría sobre la convección de las tormentas, teoría que explicó en 1836 ante la Sociedad Filosófica Estadounidense y en 1840 ante la Academia de Ciencias francesa y la Sociedad Real Británica. Su teoría se publicó en 1840 bajo el título de La filosofía de las tormentas.

En 1887, en el periódico bostoniano The Atlantic, un tal N. S. Shalar publicó un extenso artículo titulado «Cómo cambiar el clima de América del Norte». Según el autor, esto sería bastante sencillo: bastaría con provocar el hundimiento de la Siberia oriental y Alaska occidental bajo el mar para desviar la corriente cálida de Kuroshio, procedente del Océano Pacífico a través del Estrecho de Bering para…¡derretir el casquete polar! Una vez desaparecido el hielo… ¡tendríamos un paraíso! Las temperaturas del Ártico aumentarían instantáneamente 30 grados; los casquetes polares se derretirían, los inviernos de Nueva Inglaterra se convertirían en un recuerdo pintoresco y el césped y los árboles podrían comenzar «su marcha hacia el polo».

No deja de ser irónico que este alborozado panorama geoingenieril sea la exacta pesadilla que nos pintan, un siglo después, los promotores del alarmismo climático. Salvo que ahora el entusiasmo por el reverdecer polar ha dejado paso a la inquietud por los osos polares sobre casquetes a la deriva, en una retórica cuya carga emocional parece eximir de cualquier cuestionamiento científico.

Apenas dos años después, en 1889, Julio Verne publicó su novela “The purchase of the North Pole” (literalmente, La compra del Polo Norte; si bien se tradujo al castellano como “El secreto de Maston”). El argumento: una subasta internacional por la soberanía del Polo Norte es ganada por una misteriosa empresa norteamericana que tiene la idea de usar el retroceso de un enorme cañón para eliminar la inclinación del eje de la Tierra. Ese cambio supondría el fin de las estaciones, ya que el día y la noche serían siempre iguales y cada lugar tendría el mismo clima durante todo el año. Además, las tierras alrededor del Polo Norte quedarían en la latitud 67 norte, derritiéndose los hielos y quedando disponibles para extracción los vastos depósitos de carbón que se conjeturaba existían allí. Como en otros libros de sus últimos años, en esta novela Verne ironiza sobre el potencial dañino del uso abusivo de la ciencia y la falibilidad de los esfuerzos humanos, manifestando, además de su talento como escritor, sus dotes de visionario.

Así que ya sabés: cuando te quieran vender que la modificación artificial del clima es una novedad que la ciencia recién está estudiando… acordate del señor Espy ofreciendo su disertación frente a las sociedades científicas más relevantes de la era victoriana. O del señor Gathmann, entrando triunfalmente a registrar la primera patente de modificación artificial del clima en pleno apogeo de la Belle Époque. Acordate también, cuando te la quieran presentar bajo otro disfraz, como por ejemplo el de catástrofe sólo evitable por el uso de más geoingeniería, que la idea de derretir los polos para explotar sus recursos ya rondaba las cabezas de nuestros tatarabuelos.

Un siglo después, esta loca idea volvería a poblar las agendas de grandes potencias. Pero esa historia te la contamos en una próxima vez.

Fuentes:

Climate Viewer

The Atlantic  – archivo

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Climate Viewer

✒️ Investigación, traducción, redacción y diseño: 

Movimiento Cielos Limpios Argentina

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